La pederastia ha sido una tragedia y un fracaso para la Iglesia. Una catástrofe: ha ocasionado una crisis equiparable a lo que significó el cataclismo de la Reforma en el siglo XVI. Un fracaso: ha hecho patente las deficiencias para gestionar el pecado y la corrupción que anida en sus miembros (sobre todo cuando ocupan un alto rango eclesial).
Para afrontar de forma adecuada esta hecatombe y este fracaso no hay que focalizar la mirada en el acontecimiento (tan terrible) de los abusos sexuales, sino que hay que identificar y descubrir lo que hay detrás y debajo: la lógica del abuso y de su encubrimiento como anulación de la libertad de las víctimas y del Pueblo de Dios; incluso, más en lo hondo, porque actúa de manera solapada el mecanismo del poder: usa modos sutiles para disfrazarse, para justificarse, para manipular a los otros. Algo hay en el poder que despierta pasiones anacrónicas, que hace aflorar el fondo más oscuro del misterio humano.
Frente al poder, cuando tiende a revestirse de abuso y de corrupción, ¿puede haber otro antídoto que la libertad? También en la Iglesia, para no refugiarse en un escapismo idealizado. En el lejano 1970, F. Sebastián recordaba afirmaciones del Nuevo Testamento como donde está el Espíritu hay libertad, la verdad hace libres, la creación entera aguarda su liberación, y se sorprendía de que hubieran sido poco usadas para elaborar una concepción de la vida y de los valores cristianos.
Se trata, en suma, de una meditación teológica que, brotando del corazón del hecho salvífico, no ignora el rumor de la calle. Y, todo ello, desde el gozo de una libertad herida también en las encrucijadas actuales de la Iglesia.