La tarde del 13 de marzo de 2013 se comprendió muy pronto que el «nuevo papa» era un «papa nuevo». Muy importantes eran los elementos de novedad representados por aquella elección, tan rápida como esperada, pero sobre todo sorprendente. Jorge Mario Bergoglio, el obispo de 76 años de Buenos Aires, era casi un desconocido, pero en pocos minutos, en medio mundo, se insistió en que, por vez primera, el pontífice era un americano, por vez primera era un jesuita, por vez primera había adoptado el nombre de Francisco. Hacía casi trece siglos que no se elegía como obispo de Roma a alguien no europeo. Madurada por el colegio de cardenales, la elección del arzobispo de Buenos Aires fue, por tanto, una elección audaz y rápida -un solo día de cónclave, como ocho años antes- para responder al trauma de la renuncia de Benedicto XVI. Argentino, nacido en una familia de emigrantes italianos de sólidas raíces piamontesas, un puente entre el Antiguo y el Nuevo Mundo o, mejor aún, «el fin del mundo», evocado por el nuevo papa en las primeras palabras pronunciadas desde la logia de San Pedro en aquella tarde gélida y lluviosa del final del invierno. Más aún, se trataba de un pontífice proveniente de una Orden religiosa -como no había sucedido desde 1831, cuando fue elegido el camaldulense Capellari-, y por vez primera un jesuita, siguiendo una elección de vida madurada progresivamente por el papa desde que el 21 de septiembre de 1954, cuando aún no tenía 18 años, intuyó cuál debía ser su camino espiritual. El mismo Bergoglio, en 1990, antes de ser obispo, había contado la historia de su vocación en una larga carta -inédita, publicada al final de este libro- dirigida al salesiano de origen lodigiano Enrique Pozzoli, quien lo había bautizado el 25 de diciembre de 1936, ocho días después de su nacimiento.